En las tres campañas por las elecciones presidenciales de Estados Unidos –incluida la actual contienda–, Donald Trump se ha referido a los inmigrantes sin documentos como peligrosos violadores en potencia, destructores de empleos o dispuestos a arrebatar los trabajos de los negros, unos impuros e incluso no humanos. Esto último fue interpretado como denigrante, una metáfora de animales.
Uno de sus últimos arrebatos fue advertir sobre la ola de inmigrantes haitianos comiéndose a las mascotas de las familias en Springfield, Ohio, durante el debate con Kamala Harris. Rumor que, de acuerdo con la NBC News, surgió de un canal de Telegram administrado por el grupo Blood Tribe, de abierto apego neonazi.
Contrario a lo que pudiera pensarse, de cara a las próximas elecciones, la intención del voto latino hacia el republicano va en aumento. A simple vista la razón es la economía. Los latinos afirman que el dinero no alcanza para la compra del supermercado. Ya no se diga de doctores, medicinas o procedimientos quirúrgicos o la vivienda sujeta a la especulación de los que más tienen.
Pero hay una razón más pesada que no sólo se lee entre líneas. Está en pancartas, se escucha en rezos. Los latinos que siguen a Trump rezan en contra del hartazgo por la imposición de la cultura ‘woke’. La imposición de una corrección política que, en nombre de la justicia social, cancela y censura todo aquello que ofenda.
De acuerdo con una reciente encuesta de ‘Reuters/IPSOS’, a nivel nacional, la diferencia entre la intención de voto por parte de hispanos hombres se ha reducido a dos puntos porcentuales. Y no es un hecho que todas las mujeres latinas votarán por Kamala por razón de género. Algo similar sucede con la población LGBT+.
La tarde del 11 de octubre de 2024, Trump se presentaría en el auditorio del Grand Sierra Resort and Casino en la ciudad de Reno, Nevada. Uno de los estados donde el voto latino representa 20% del total de votantes registrados. Muchos de ellos, por cierto, con antecedentes de haber ingresado al país de manera ilegal.
Decidí asistir a la convención para atestiguar con mis pupilas si todas aquellas imágenes de republicanos que solemos ver a la hora de la merienda, la hora fuerte de la comida acá, se parecen a los que temen transicionar a un país donde las mujeres se comerán a sus bebés o las dragas convertirán a los niños con sus rayos de colores poderosos. Esas imágenes de radicalidad conservadora.
Si Trump regresa a la presidencia, ¿colocará la primera piedra de la Fundación del Gilead, la opresiva república de El cuento de la criada? Y aún más inquietante: ¿por qué muchas personas estarían dispuestas a elegir al hombre que prendió la mecha de los disturbios de enero de 2020? Cuando la Casa Blanca fue asaltada hasta la oficina oval, como tantas veces fantaseó Hollywood en sus películas.
Así que me preparé para un viaje fuera de la burbuja de San Francisco donde vivo. Lo discutimos la noche anterior, mi pareja y yo. Acordamos mantener los tatuajes ocultos. Sobre todo, los de Tom of Finland con las nalgas paradas. Nada de jeans ajustados, mucho menos los Vans que gritan “¡California!”. Nada de playeras con estampados de bandas, a menos de que sea Kid Rock o M.I.A. Desde que la cantante renació bajo una nueva religión, ha declarado que este país está preparado para “Trompetas del cambio de Trump”.
Prácticamente todos los muestreos de las preferencias electorales entre Harris y Trump se perciben como esos salones a los que cae James Bond en sus películas, donde las paredes se extienden reduciendo el espacio incluso para respirar. La misma sensación desencadena la polarización en la que se hunde este país.
Un ‘roadtrip’ a territorios republicanos
En tiempos de polarización cualquier guiño, comentario, gusto musical, equipo de la NFL o modelo de automóvil puede ser susceptible para ser catalogado como un progresista degenerado o conservador poco sofisticado. Hasta la forma de vestir proyecta un espectro político. Por suerte, encontré una camiseta de cuello redondo arrumbada bajo una camisa de franela. Me puse unos Levis azules y anchos. Jim y yo llegamos a la conclusión de que los Adidas tenían la neutralidad como para no levantar sospechas sodomitas.
Alrededor de las nueve de la mañana sacamos el auto cuando vimos al vecino de enfrente hacer lo mismo con su Tesla último modelo desde el cual nos regaló una sonrisa mañanera. Procuramos tener una distancia saludable. No es mal tipo pero es el chismoso de Castro. Amigo de casi todos los gays del barrio. Suele hablar mal de ellos en mensajes de texto. Nunca de frente.
–¿Estará consciente ese güey de que, lo que pagó por el Tesla, puede terminar en la campaña de Donald Trump? –me pregunta Jim.
San Francisco es una ciudad de gran mayoría demócrata. De los 520 mil 299 votantes registrados en la ciudad, alrededor de un 7.5% se identifica bajo una tendencia republicana. No obstante, el 18 de octubre, ‘SFGate” hizo pública la donación que hizo Charles Johnson, dueño mayoritario del equipo de béisbol de los Giants –el mismo que suele celebrar partidos dedicados a la comunidad LGBT+ o de herencia latina— a los republicanos por más de dos millones de dólares. También se le descubrió una aportación de 25 mil dólares a la agrupación de derecha Turning Point que trabaja de cerca con grupos neonazis.
A una velocidad de 70 millas por hora fuimos dejando nuestra burbuja plagada de gays con cortes de cabello por 75 dólares, indigentes encorvados de fentanilo y meados, banderas de arcoíris, casas apoyando el binomio Kamala Harris-Tim Walz y Teslas conducidos por ciudadanos orgullosos de su conciencia ambiental. Sin detenerse en el hecho de que Elon Musk se ha convertido en el multimillonario amigo íntimo de Trump desde que asegura que la cultura ‘woke’ le arrebató a su hoy hija.
Lo mejor de las autopistas gringas son sus Denny’s. Sus sándwiches son un manjar de grasa estadounidense con ese toque de maple que satura las venas hasta el último bocado. Ahí, Jim y yo diseñamos un manual de supervivencia: quitarnos los anillos matrimoniales, jamás llamarnos con las muletillas de “mi amor”, “baby doll” o mariconadas similares. Podíamos usar nuestra favorita, “macho”, pero su acepción pornográfica podía ser evidente. Concluimos que la mejor forma de comunicarnos sería con el clásico del springbreak gringo, ‘dude’.
Por la carretera interestatal 80, la “trumpmanía” se fue apoderando del paisaje con camionetas Monster Truck, ondeando banderas con el nombre de Trump. Muchas de ellas tenían el diseño confederado, cuando la esclavitud era un valor nacional en el sur. También empezaron a brotar los ‘cybertrucks’ de Tesla. La interpretación del modelo SUV completamente eléctrico con ese diseño futurista inspirado, según Musk, en Blade Runner que parecen como si los Transformers pudieran convertirse en latas de sardina gigantes.
Nevada es el estado bisagra con el margen más apretado
Diez minutos antes de las dos de la tarde, llegamos a Reno, Nevada. Una emulación de Las Vegas pero a precios accesibles. Sin el glamour de fibra de vidrio de “La ciudad del pecado”, la mayoría de los visitantes provienen de la clase trabajadora a la que sólo le interesan las apuestas y la fantasía de llevarse unos dólares.
El Grand Sierra Resort and Casino es quizás el conglomerado que mejor invierte en una experiencia lujosa. A pesar de sus cuatro estrellas, ofrece una cartelera de conciertos y números de grandes vuelos. Se ubica casi enfrente a un lago artificial. Un hotel de 27 pisos que alberga dos mil habitaciones y que, visto desde el cielo, parece una santa cruz de mármol purificado con ventanas polarizadas.
Fue en el auditorio principal donde Trump se presentaría como parte de su estrategia para reforzar su base republicana que convenza a los indecisos. Nevada es parte de los estados denominados “columpios o bisagras”. El favoritismo por un partido nunca es permanente, oscila del azul demócrata al rojo republicano, dependiendo del termómetro de la realidad. Un campo de batalla en el que puede definirse la victoria presidencial el próximo 5 de noviembre.
Y de todos esos estados, Nevada es el más apretado. Donde el margen de error no deja orificios para respirar. La última encuesta del New York Times publicaba una tendencia de empate técnico de un 48%. El condado de Washoe, al que se adscribe Reno es un buen ejemplo. De los 327 mil 793 votantes registrados, 97 mil 555 lo han hecho bajo el partido demócrata, mientras que 105 mil 504 pertenecen al republicano. Esto para nada se puede traducir a votos reales en el momento de la elección.
Entramos cruzando el lobby principal. Nos recibe un salón repleto de máquinas tragamonedas. Entonces Jim dice que necesita ir al baño. Yo necesitaba enviar la columna semanal desde un lugar donde pudiera conectar la laptop a punto de caer en coma. Preguntando a un guardia afroamericano de gafas a oscuras, justo en medio del pasillo de las tragamonedas, me sugirió caminar hacia un café, ahí encontraría donde sentarme a trabajar.
–Nos vemos en el Starbucks que está al lado del baño, ‘my love’ –dije.
A Jim se le salieron los ojos, como si la presión sanguínea se le hubiera elevado por arriba de 200. “¡Chingada madre!”, pensé. Me acordé de esa frase de Juan Gabriel en voz de la gran Rocío Durcal: la costumbre es más fuerte que Donald Trump.
–Perdón, ‘dude’, nos vemos en el Starbucks al lado de los baños y luego vamos por unas ‘brewskies and pussies, dude’.
–Ok, ya sé, ‘dude’–respondí.
‘Brewskies and pussies’, cervezas y chicas, como suelen decir en forma peyorativa los vatos de tendencia republicana orgullosamente heterosexual. Me pregunté si las mujeres reunidas que piensan votar por Trump se ofenderán al escuchar ese término. Por los carteles que llevan algunas parecía que detestaban cualquier señal feminista. En muchos se repetía una y otra vez la expulsión de las ‘drag queens’ de la sección infantil de las librerías públicas.
El patriotismo se viste de rojo brilloso y rencoroso
Los grandes resorts de Nevada están diseñados para nunca dar con las salidas hacia el mundo exterior y el Grand Sierra no es la excepción. Por eso a la multitud trumpista le costaba ubicarse. Para entrar al auditorio, había que formarse en una línea que recorría todos los pasillos, que iban del sótano con los restaurantes de comida rápida y estudios de tatuaje, hasta el estacionamiento, esto no tenía fin.
Podía olerse el rugoso aroma de la masculinidad bravucona en forma de desfile de hombres vestidos como guitarristas suplentes de Aerosmith: camisetas grises con la clásica bandera gringa o el águila calva en las posiciones homoeróticas de Rambo. Sus mujeres lucían camisetas ajustadas con diseños de la cerveza Budweiser reventando en mil pedazos. Pantalones de mezclilla a la cadera y melenas con mechas rubias, demasiado rubias. ¿Qué hubiera pasado si esta cuadrilla de heterosexuales se hubiera percatado de nuestro código gay? ¿Nos habrían agarrado a pedradas (o a balazos) como Marías Magdalenas en tiempos de Mad Max?
La fila apenas se movía y el calor desértico de Nevada empezaba a colarse y yo sin poderme quitar la franela. Había que hidratarse. En busca de un bar en el sótano para mitigar la espera, un hombre y yo nos quedamos atrapados en la multitud. Por suerte, frente a nosotros, había una barra que vendía cervezas y cócteles.
El hombre parecía rebasar los cincuenta. Llevaba una camiseta que rezaba ‘Pro God, Pro Gun, Pro Life’. Ayudaba a su encorvada madre a caminar. Era la primera vez que pisaban un casino: “Cuando gane Trump, esto será una fiesta, habrá casinos por todos lados y dólares para aventar, apostar y ganar”, me dijo el señor.
Le pregunté si le apetecía una cerveza. Pidió una Coors y su madre, jugo de manzana. Venían de un pueblo cercano a Reno. A pesar de que Nevada requiere de un volumen alto de fuerza de trabajo para satisfacer los monumentales resorts de Las Vegas o Reno, la tasa de desempleo es de 5.2%, por encima del promedio nacional.
Regresé a la fila con dos Corona. Delante de nosotros, una mujer que también dejaba rastros de bilé en la boquilla de su cerveza, acompañaba a un hombre con sombrero texano. Por supuesto estaba decorado con los colores que definen la memorabilia del patriotismo gringo predominando el rojo brillante y rencoroso. No había necesidad de esconder nada. En el estacionamiento, las camionetas daban la vuelta tocando los cláxones, llevaban simpatizantes de Trump que ondeaban sus rifles y pistolas automáticas y revólveres por encima de sus cabezas.
En la fila los espectadores intercambiaban opiniones. Una mujer decía que confiaba ciegamente en Trump, lo seguía desde The Apprentice: “sabe de economía, lo sabe muy bien y eso significará billetes en el bolsillo. ¡Ah! Y no va por ahí queriendo asesinar a niños inocentes”, dice señalando el cartel de una señora, aparentemente latina, que tenía el rostro de Harris al lado de fetos: “ellos también tienen derechos”.
Se habla mucho de los derechos de los niños pero un silencio cómplice de los niños que mueren por las masacres escolares, como las de Columbine o las que narra Foster the People en su canción “Pumped Up Kids”.
Los latinos también quieren portar armas
Por la fila se paseaba un vato de apariencia chola. Presumiendo la bandera que él mismo había confeccionado, “¿no es hermosa?”, decía. Era la bandera de las franjas y estrellas que vio la luz por primera vez en 1861, atravesada por revólveres y alusiones a la segunda enmienda con la frase ‘The right to keep and bear arms’. “Este es el verdadero sueño americano y esos demócratas no van a quitármelo”, decía.
Las conversaciones de los latinos coincidían en su derecho a portar armas para defenderse de los ‘malos’. Aquellos que vienen en caravanas en busca de refugio sin la historia de años de lucha que tuvieron que pasar ellos mismos o las generaciones anteriores. El sueño americano para muchos seguidores de Trump incluye interiorizar racismos sumisos ante la caricia del dominio.
Los latinos no son la única minoría que contribuye a la brecha cada vez más corta entre Kamala Harris y Donald Trump. Muchos homosexuales se han sumado a la campaña mediante la asociación Log Cabin Republicans, que organizan fiestas como las “Trump UNITY”, donde intercambian opiniones y recaudan fondos para la causa republicana. Suelen identificarse como católicos. Blancos de músculos definidos y barba de tres días, algunos de ellos expulsados de San Francisco por mostrar en público coincidencias con algunas propuestas de Trump.
Mientras, Jim y yo descubrimos que los mensajes de texto funcionan como buen método de mensajería militar entre nosotros, para intercambiar impresiones sin delatarnos como demócratas depravados. De pronto nos preguntamos quiénes de los hombres con pantalones de mezclilla tenían la barba más sexy con gafas de aviador. Quien tenía el bulto de la bragueta más grande. También le pregunté: “si tuvieras la oportunidad de tener sexo con alguno de estos republicanos, ¿lo harías?”.
Estaba tecleando la respuesta cuando un par de hombres empezaron a gritar encabronados: el auditorio está lleno y ya han prohibido el ingreso.
–¡Esta fila es una porquería! ¡Este evento es una porquería! Nadie nos quiere. ‘Fuck Politics’. ‘Fuck all of them’”–gritaba la gente. Golpeaban las paredes.
El mensaje de Trump a los trabajadores estadounidenses
Trump salió al escenario amparado con la canción de Lee Greenwood, “God Bless the U.S.A.” Hizo unos pasitos de baile, como botarga del Dr. Simi, y aduló a su gente. Sonrió jurándoles amor a Nevada, a Reno:
“Es fabuloso estar en este hermoso estado con todos ustedes que son miles y miles de patriotas americanos y muy importante: ustedes que son los trabajadores más importantes de este país”.
La lluvia de aplausos retumbó por los suelos.
El personal del resort tuvo que habilitar uno de los salones alrededor del auditorio y tuvimos que ver la llegada de Trump a través de una pantalla. Fue extraño el entusiasmo contenido de los asistentes. La gente no prestaba atención a las estadísticas en gráficos y ‘pays’ con rebanadas de porcentajes. El acceso a seguridad médica, ya no digamos dental, que en Estados Unidos es un negocio cruel, no causaba impacto en los asistentes que no podían costearse una cerveza en el casino.
Decir que la convención convocó a más de diez mil personas blancas sería un cálculo timorato. Debieron ser mucho más. Eso sin contar los latinos. Y acaso diez personas negras. Como una mujer afroamericana que escuchaba atenta el discurso. Portaba un impecable vestido de cuadros, mandil de algodón y seda, manta de estampado floreado que anudaba como gorro en la cabeza. Me resultaba familiar. La nana de Scarlett O´Hara en Los que el viento se llevó.
Jim me explicó que su atuendo recreaba lo que estudios sociológicos han denominado el estereotipo de las ‘mammys’. Mujeres afroamericanas que trabajaban como sirvientas en las haciendas dedicadas a la siembra de algodón en el sur de este país, durante la época de la esclavitud. Representadas como figuras dóciles, maternales, analfabetas.
Por un momento pensé que la chica estaba ahí a modo de protesta silenciosa. Me puse a su lado. Me presenté como periodista, gay y mexicano. Casi susurrando le pregunté si era simpatizante de Donald Trump. “¡Por supuesto!”, dijo, sonriendo desde una escalofriante ternura que me hizo sentir como si estuviera atrapado en esa película de Jordan Peel, Get out!, en la que negros son secuestrados por racistas blancos para utilizarlos como esclavos del nuevo milenio.
Los asistentes blancos la felicitaban por su ‘look’. Le pregunté cuál era el principal motivo que incitaba su voto: “él nos devolverá a la verdadera América, aquella donde los valores de antaño importan”.
En ese momento, Trump puso un video de Kamala conversando con una ‘drag queen’. Unos abucheos interrumpieron la indiferencia. Trump agregó: “La loca liberal de Kamala Harris es para ‘elles’. Trump es para ti”.
El silencio que despertaban las estadísticas y las ambiguas políticas de salud pública se fueron a la chingada. Los abucheos se volvieron más fuertes. “A eso me refiero”, me dijo la mujer vestida con la indumentaria ‘mammy’.
“Todo lo que dice Trump es cierto”
El próximo 5 de noviembre, Estados Unidos no sólo buscará un presidente. Será un referéndum cultural. Nada emociona más a los simpatizantes de Trump como el odio a lo que entienden por ‘woke’.
Días después de la convención en Reno, entrevisté a Byron López. Pertenece al grupo de Facebook “Hispanoamericanos por Trump”, cuya información rolaba en el salón del Grand Sierra. Originario de Guatemala, desde hace varios meses reside en York, Pennsylvania, padre de una hija, cristiano evangélico: “Estoy en contra de toda esa basura ‘woke’. Sobre todo, el matrimonio entre personas del mismo sexo que sólo busca homosexualizar niños”, me dijo. Al preguntarle su opinión respecto al modo con el que Trump se refiere a los inmigrantes, López me contestó:
“Todo lo que dice Trump es cierto. En Guatemala emigraron muchos narcos, sicarios ladrones y también muchos padres que abandonaron a sus hijos. Trabajamos como misioneros en un ministerio evangélico ayudando a niños abandonados”.
Una encuesta de la PBS reveló que muchos hombres y unas cuantas mujeres de las comunidades negras y latinas consideran que Estados Unidos no está preparado para que una mujer sea presidenta.
Agotados, Jim y yo terminamos pidiendo una cerveza en el Crystal Bar. Junto a nosotros se acomodó una pareja con pinta de hípsters republicanos. Les pregunté de dónde eran. Muy amablemente respondieron que de San José. A una hora de San Francisco. Estaban en el Grand Sierra para una boda. Sin planearlo se toparon con Trump y fue como una señal: votarán por él. Creen que los demócratas están enseñando a odiar al país con sus teorías de opresión, patriarcado, falsas revisiones a la esclavitud y esa tendencia por cancelar a todo el que no esté de acuerdo con sus opiniones.
En medio de simpatizantes que emprendían la retirada patriótica y entusiasmo religioso, me pregunté qué pasaría de ganar Trump. Si el conservadurismo arrasará. Si los jotos tendremos que empezar a ocultarnos y enviarnos mensajes de texto. Aunque en realidad eso ya pasa, incluso en la burbuja de San Francisco. Pienso en mi vecino que nunca dice lo que piensa y toda opinión conflictiva la suelta en sus mensajes de texto. Nada más conservador que eso.
GSC/ASG
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